domingo, septiembre 23

Sentí que
El tiempo
Era un montón
De nada
Junto a vos.

jueves, mayo 24

Adole(ser)

Hay algo profundamente hermoso en la tristeza,
en tener el corazón en la mano,
deshecho y desgarrado.

Hay algo profundamente real en ese momento,
Y es que sólo te invade esa sensación,
de no caber más en tu ser,
que el océano que se hunde en tu pecho
y el hambre de querer llover.

Hay algo que se diluye dentro tuyo,
y te eriza la piel.

Temes que las heridas nunca sanen,
o que el tiempo nunca pase,

Temes no saber como curarte
o que nunca deje de doler.

No sabías que hay relación
entre la tristeza y la fortaleza.

Pero hoy entiendes que ésa
no está en la corteza,
no está en los muros,
no está en la caparazón.

Tu fuerza es gracias a que fuiste
lo suficientemente valiente
para abrazar tu dolor.

Tu valor está
en haber sido tan vulnerable
que sentías que te ibas a romper.

En haber tocado fondo,
aún cuando pensabas que no había
fondo más bajo al que caer.

Tu valentía fue la de
haber salido a la calle,
con el corazón en tu mano,
sangrando y derrotado,
y haber gritado al mundo:

No sé si algún día esto parará de doler.








el erotismo está antes del género.

siento que adentro mío
me conformo de gelatina
o alguna sustancia similar
que me desparramo
y me derrito
cada vez que me mirás

tengo miedo de que te acerques
y me toques
y que tu mano penetre mi ser,
lo traspase y deje una marca:
un lugar en el que pueda llover

imagino tu abrazo
fundiéndose en un lazo

quizás tu esencia sea como la mía
quizás ambas nos derritamos
quizás de ese agua emanada
reivindiquemos lo que amamos.

lunes, enero 15

Me gustaría besar, de tu cuerpo, cada uno de los rincones que aún no conozco.

martes, junio 27

Primera propuesta del Taller de escritura: Encuentro con uno mismo.

En una de esas tardes en las que sólo busco escaparme del barullo que me hace olvidarme de dónde están mis pies, me decidí por ir a buscarme.
Me fijé entre los rostros de la gente cercana, mas sólo encontré los gestos de constricción de cuando el día debería tener treinta horas y pareciera que de suerte llega a cinco.
Escudriñé entre mis cosas, los papeles dentro de una cajita de cuando intercambiábamos cartas entre compañeras de primaria, correspondencia con mi prima de Buenos Aires en hojas animadas por los ciento un dálmatas, un anillito con un elefante rojo, fotos, tarjetas de invitación a cumpleaños... Todo parecía indicar que por ahí había estado, dejando huellas volátiles, pero no quedé en ninguno de esos lados.
Me quise encontrar en el aroma del perfume Lulú de Cacharel que usaba mi mamá, en el sabor de la mustia milanesa de soja al microondas que me hacía mi hermana en sus mejores esfuerzos de adolescente cuando volvíamos del colegio, en el libro del Principito, rayoneado con fibras rosa y violeta en páginas fortuitas.
Me busqué en los ojales de las camisas de mi papá, y en sus corbatas perfectamente ordenas que te saludan meneándose cada vez que abrís la puerta del placard.
También probé poner un cd de Shakira, por si algo aparecía.
(Capaz si hubiese encontrado el casette de Sin Bandera que me regaló mi tía habría funcionado).
Me acordé que debajo de una de las maderas del parqué del último cuarto de la casa había guardado un contrato con una amiga que decía que íbamos a ser amigas por siempre. Me acordé que más tarde lo saqué y lo tiré sin miramientos por una indemnización
Eso me trajo a mi mente la cantidad de objetos que había enterrado, en un campo al que ya no voy, envuelta en esa suerte de mística y sacralidad que caracteriza a ciertos actos de la infancia...
¿Y si yo había quedado ahí? ¿Y si estoy sonando debajo de la tierra cada vez que la luna se inyecta plomo hasta quedar redonda de ensueño? ¿Si esa fue toda la razón de mi ser?

Abatida y encolerizada, salí a la callé y caminé.
Sin rumbo,
o sin orientación.
Deambulé más sobre una nubarrón de esos que se tragan la tormenta en vez de dejarla salir, que sobre las baldosas que pisaba.
Me senté en un banco y lloví.

No debe haber pasado ni un minuto, que escuché mi risa y me ví. Estaba ahí sentada, en dos bancos hacia la derecha, alimentando a las aves de estómago infinito que por las noches duermen en el palomar del parque independencia.
Qué fácil parecía la vida al verme y que tonto se veía ahora mi agobio de perderme.



lunes, marzo 13

Cree en el ahora.
Y eso significa:
Creer en la curvatura de tu sonrisa espontánea.
Creer en la ligereza con la que las lágrimas resbalan por tu rostro y estallan en tu pecho.
Creer en el enojo que aprieta el estómago y termina en tu frente.
Creer en la angustia, que se echa en tu garganta y hace aduana de las palabras que tu vientre intenta expulsar.
Creer también en el miedo, que abraza todo tu cuerpo, enfriándolo de adentro hacia afuera, una vez más.
Significa también:
Creer en tus heridas, allí abiertas, reverberando desde el centro de tu pecho, uniéndose con tus lágrimas, con tu estómago, con tu vientre, con tu piel y con tu hermosa sonrisa.

Cree profundamente en este momento y en su sabiduría, porque no existe nada más real que lo que estás sintiendo ahora.

sábado, diciembre 31

Viaje de la Trilogía Andina.

Querrá cargarse la salvación de todas las almas,
una a una,
sobre sus hombros.
Creerá (intentará pensar),
que cuando llegue a la cumbre
no quedará nadie sin sanar.
Será total, completa, uniforme, armónica y universal:
Sólo si todos los seres alcanzan aquella cima.
Arrastrados, llevados, empujados a la fuerza, o de la forma que sea.

Así comienza su viaje.

Empero, se desprenden,
una a una,
queriendo quedarse como rocas por la vía.

Avanza solo,
como le dijeron que sería.

Profanará,
primero y desesperado,
todas las tumbas de aquellos que le precedieron,
buscando en vano,
las palabras justas que necesita.

Se hundirá en la tierra,
y tomará forma de serpiente.
Allí surcará las napas y les dará forma.
Hundirá sus marfiles punzantes
en el corazón mismo del centro de la tierra.
Y morirá, extasiado y desvaneciente.

Transmutará hacia arriba.
Su hechura será la de un puma,
corporal, robusto y palpitante.
Entonces devorará,
y de todo aquello que devora,
devolverá
a la tierra
replicándose y muriendo copiosamente,
entre la lujuria y el hambre.

Sus partículas se agruparán:
alas y pico y esbeltez.
Soñará corrientes de aire,
y suspirará tempestades.
Sus ojos lo percibirán todo,
y su ser lo acogerá todo.
Mas aquel entendimiento,
no encontrará su lugar en todo lo decible por el lenguaje.
Se emanará, en cambio,
en cada instante de su aleteo,
en cada fragmento del movimiento de sus alas.
Incapturable, indecible e infinito.

Volará lejos de aquel pináculo encumbrado
que ahora intuye diminuto.


miércoles, agosto 3

de alguna manera, escribir también es llorar.

Lo que me duele no es verte ir
me duele ver a los que dejás acá.
Me duele ver a mi hermana, mi roca,
que pareciera sostenerse firme y erguida ante cualquier adversidad,
me duele verla quebrarse, verla tan frágil como yo suponía que es por dentro.
Me duele ver a mi vieja,
que sin dudarlo un momento se abalanza sobre tu cuerpo
te toma con sus manos -cálidas y ásperas de tiempo y trabajo encallados-
de ambos lados de tus mejillas,
descoloridas y amarillentas ya,
y besa tu frente unas 3 ó 4 veces.

Tal vez fueron más.

Besaba tu frente como besaste la suya,
infinitas veces,
de pequeña,
consolando su llanto.
Veo su tristeza y amor,
y la abrazo,
y ahora yo la consuelo a ella por vos.

Me duele vernos, dos y dos hermanas, y tres generaciones con vos en tu lecho,
mujeres de mi vida,
me duelen las lágrimas que brotan de sus bellos ojos color café.
No me duelen los finales ni las despedidas,
me duele nuestra sensibilidad revolcándose en el fondo de nuestros pechos,
abatiéndonos,
despertándonos,
uniéndonos
en un sincero adiós.


martes, junio 7

Cómo matar a un monstruo.

Me gustaba observar sus rostros cuando me miraban, retorcidos del espanto, desfigurados del asco, me gustaba cuando gemían y lloraban, y yo atesoraba sus lastimosas lágrimas en diversidad de frasquitos, los guardaba y los iba ubicando, uno a uno al lado del otro, de izquierda a derecha, en una estantería. Cada tanto iba hacia la estantería simplemente a mirar los frasquitos, a mirar sus grotescas y penosas lágrimas sedimentadas en el fondo. Solía ir cerca de las 5 de la tarde, cuando el sol entraba por una ventana desvencijada del costado, y la luz hacía que las lágrimas formaran decenas de diminutos arcoiris sobre la pared roída.
Me gustaba también cuando los hacía enojar, cuando se enfurecían y sus rostros se volvían hinchados y rojizos de cólera, cuando se tomaban de sus cabezas y se arrancaban los pelos con sus manos tensadas y nerviosas como las extremidades de una gárgola de catedral. Me gustaba ver como sus cuerpos se constreñían y se hervían, los imaginaba entre llamas, ardiendo fuera y por dentro, cocinándose su carne, derritiéndose sus sesos. Yo tomaba sus cabellos caídos, arrancados por la furia y los archivaba en unos cajones del escritorio en desuso. Volvía a la medianoche, cuando en general ya todos se habían dormido y entonces empezaba mi tarea de costura. Acomodaba los cabellos según su tono y largo, asegurándome de que el grosor corresponda a un cierto patrón para dividirlos en diversas pilas. Casi siempre eran los mismos los que tenía, los largos y enrulados, castaño teñido con tonalidades caoba y opacos llegando a la raíz, y los otros más cortos, grasos, negros y de puntas mutiladas. Cuando tenía suerte lograba recolectar de más tipos, aunque necesitaba que fueran bastantes para poder lograr una pila medianamente abundante. Una vez ya todos separados, y cada pelo con su familia de pelos, los acomodaba todos al rededor mío sobre el parquet ennegrecido, sin perder las divisiones, y agarraba el primero de la primer pila de la derecha, lo sostenía con mi mano izquierda mientras que con la derecha tomaba el primer pelo de la segunda pila de la derecha y les hacía un nudo en su extremo, intentando reducir al máximo posible el sobrante de cada pelo que sale del nudo, manteniendo el largo total de cada pelo lo más intacto que se pueda, pero con un extremo anudado a otro pelo, que a su vez mantiene lo más larga posible su extensión por fuera del nudo, para luego tomar otro pelo, y anudarlo cautelosamente al anterior, siempre vigilando que la puerta no se entornara con una brisa de las que suelen gustar de caminar por las casas viejas y amplias de noche, que volara todos mis cabellos y tuviera que recomenzar mi tarea desde el principio.

hoy.

Mire sus profundos ojos, contemplé los cristales de ámbar que parecían brillar desde más adentro que su iris, me sumergí en ese lago que me invitaba a desnudarme, a quitarme los ropajes y las chucherías, a filtrarme por aquellos espacios donde la luz todavía no ha llegado nunca, en aquellos tipos de relieves que se generan en torno a la retina, que me piden que los camine, que los susurre, que los bese. Cierro mis ojos y aún así te veo mirándome por dentro, abarcando cada pellizco de mi piel, produciendo corriente e imantándome hacia vos. Exhalo y salen de mí las palabras no dije, las preguntas que nunca pude formular, exilio de mi ser toda perorata sobre prejucios, anhelos, deberes y otras adicciones. Inspiro y viene junto al aire la brisa que corre acariciando el río, el calor de la yema de tus dedos, la clorofila del pasto que me abraza las piernas. Inhalo las burbujas de aire en lo profundo del agua, la risa de la chica que está sentada por allá, la pereza del cemento de aquel banco, la amabilidad del sol de invierno. Les regalo un final abierto y un millón de momentos así.