martes, junio 7

Cómo matar a un monstruo.

Me gustaba observar sus rostros cuando me miraban, retorcidos del espanto, desfigurados del asco, me gustaba cuando gemían y lloraban, y yo atesoraba sus lastimosas lágrimas en diversidad de frasquitos, los guardaba y los iba ubicando, uno a uno al lado del otro, de izquierda a derecha, en una estantería. Cada tanto iba hacia la estantería simplemente a mirar los frasquitos, a mirar sus grotescas y penosas lágrimas sedimentadas en el fondo. Solía ir cerca de las 5 de la tarde, cuando el sol entraba por una ventana desvencijada del costado, y la luz hacía que las lágrimas formaran decenas de diminutos arcoiris sobre la pared roída.
Me gustaba también cuando los hacía enojar, cuando se enfurecían y sus rostros se volvían hinchados y rojizos de cólera, cuando se tomaban de sus cabezas y se arrancaban los pelos con sus manos tensadas y nerviosas como las extremidades de una gárgola de catedral. Me gustaba ver como sus cuerpos se constreñían y se hervían, los imaginaba entre llamas, ardiendo fuera y por dentro, cocinándose su carne, derritiéndose sus sesos. Yo tomaba sus cabellos caídos, arrancados por la furia y los archivaba en unos cajones del escritorio en desuso. Volvía a la medianoche, cuando en general ya todos se habían dormido y entonces empezaba mi tarea de costura. Acomodaba los cabellos según su tono y largo, asegurándome de que el grosor corresponda a un cierto patrón para dividirlos en diversas pilas. Casi siempre eran los mismos los que tenía, los largos y enrulados, castaño teñido con tonalidades caoba y opacos llegando a la raíz, y los otros más cortos, grasos, negros y de puntas mutiladas. Cuando tenía suerte lograba recolectar de más tipos, aunque necesitaba que fueran bastantes para poder lograr una pila medianamente abundante. Una vez ya todos separados, y cada pelo con su familia de pelos, los acomodaba todos al rededor mío sobre el parquet ennegrecido, sin perder las divisiones, y agarraba el primero de la primer pila de la derecha, lo sostenía con mi mano izquierda mientras que con la derecha tomaba el primer pelo de la segunda pila de la derecha y les hacía un nudo en su extremo, intentando reducir al máximo posible el sobrante de cada pelo que sale del nudo, manteniendo el largo total de cada pelo lo más intacto que se pueda, pero con un extremo anudado a otro pelo, que a su vez mantiene lo más larga posible su extensión por fuera del nudo, para luego tomar otro pelo, y anudarlo cautelosamente al anterior, siempre vigilando que la puerta no se entornara con una brisa de las que suelen gustar de caminar por las casas viejas y amplias de noche, que volara todos mis cabellos y tuviera que recomenzar mi tarea desde el principio.

hoy.

Mire sus profundos ojos, contemplé los cristales de ámbar que parecían brillar desde más adentro que su iris, me sumergí en ese lago que me invitaba a desnudarme, a quitarme los ropajes y las chucherías, a filtrarme por aquellos espacios donde la luz todavía no ha llegado nunca, en aquellos tipos de relieves que se generan en torno a la retina, que me piden que los camine, que los susurre, que los bese. Cierro mis ojos y aún así te veo mirándome por dentro, abarcando cada pellizco de mi piel, produciendo corriente e imantándome hacia vos. Exhalo y salen de mí las palabras no dije, las preguntas que nunca pude formular, exilio de mi ser toda perorata sobre prejucios, anhelos, deberes y otras adicciones. Inspiro y viene junto al aire la brisa que corre acariciando el río, el calor de la yema de tus dedos, la clorofila del pasto que me abraza las piernas. Inhalo las burbujas de aire en lo profundo del agua, la risa de la chica que está sentada por allá, la pereza del cemento de aquel banco, la amabilidad del sol de invierno. Les regalo un final abierto y un millón de momentos así.