jueves, febrero 11

Me acuesto (con mi habitual ritual previo que arrastra varios largos minutos), me acomodo, cierro los ojos.
No pasa nada. Pienso, sigo pensando ¿Cómo puedo hacer para que funcione?
Vuelvo a intentar, pero al abrirlos re-descubro la inminente verdad.
¿Por qué? Sólo pido desaparecer unos instantes. Sólo pido olvidarme de todo, aunque sean segundos, serían gloriosos. Te lo ruego, y ya me empiezo a arrastrar, te imploro con mis ojos y te regalo mis lágrimas. No es un secreto, no es un deseo de cumpleaños, y no soplé ningún diente de león, lo sé. Aunque si te admito que lo recé en repetidas oportunidades.
De nuevo. Pero más fuerte, más intensidad, más deseo.
Lo logro. No sé cómo, y no estoy segura de que lo haya hecho. En realidad, no estoy segura de nada. Busco, reviso esos cajones viejos y empolvados en mi mente, que solían estar deseantes de ser vistos y desbordantes de información que prefiero evitar, que me hace mal. Sí, de esa información.
Pero estaban vacíos, en ellos solo encontré algunas diapositivas borrosas, rápidas, confusas. Algo parecido a recordar pero muy disminuido. muy.
Entonces lo comprendí. No sabía quién era, qué hacía, en dónde estaba, quién había sido, en qué pensaba y ni siquiera realmente sabía si en verdad existía.
Me asuste. Pánico.
Y del grito socorroso a la risa histérica, reí, reí, reí ¡Que idiota!
No me había ido, seguía allí, en la cama, ahora más revuelta y la respiración agitada por mis vaivenes emocionales. Jamás me fui. Sólo me desconecté.
Jamás supe las respuestas certeras a esas preguntas.

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